miércoles, 15 de febrero de 2017

Pienso, luego ando

Hace unos años conocí a un hombre al que le gustaba encerrarse en el baño para pensar. Respetaba mucho a ese hombre, no sólo por cómo era como persona, sino también por cómo le gustaba pensar. Yo cuando necesito pensar y ordenar mis ideas me gusta pasear por casa. Ando de arriba para abajo; del salón a mi cuarto pasando por el baño. Paseo sin más. Lo hago desde pequeño.

Pienso en qué estará soñando mi gato, dormido tan tranquilo en su hamaca; pienso en mi familia y en esa idea que me ronda la cabeza de ir a verles pronto; pienso en Bonita, en si nos volveremos a ver algún día; pienso en mis antiguos jefes y compañeros de trabajo, y en cómo serán los que tendré aquí; pienso en el piso, ¿renovaré el contrato?, ¿tendré dinero para hacerlo? Pienso. Pienso mucho y rápido. Abordo un pensamiento sin darle cierre al anterior y, claro, no avanzo mucho. Pero pienso. Pienso tanto y durante tanto tiempo que mi gato ya se ha despertado. Me ve andar de un lado para otro y decide cazarme los pies cada vez que paso a su lado.

Me gustaría ser gato. Vivir el presente como ellos, de tal manera que no me haga falta pensar mientras paseo. Igual que ellos, querría dormir veinte horas al día junto a la persona que más quiero ─de hecho, la única persona que conformaría mi mundo de gato─. Es un pensamiento bonito; pero no puede ser, así que sigo andando.

Al llegar a los pies de mi cama me detengo un instante para observar la imagen que cuelga del cabecero. Aarno Heinonen y Esko Viljo observan petrificados, aún con sus bastones de esquí en las manos, cómo aquel extraño objeto de aspecto metálico desciende con lentitud y a escasa distancia de ellos ─Heinonen manifestó que podría haberlo tocado con su bastón─. La lámina representa el momento en el que los dos guardabosques finlandeses se encuentran con lo desconocido. Ocurrió el 7 de enero de 1970 en un bosque a las afueras de Injärvi, al nordeste de Helsinki. Es mi historia favorita de encuentros con humanoides; me la sé de memoria. Me hace recordar los bosques de Finlandia por los que anduve y en los que viví una temporada durante mi adolescencia ─unos cuarenta años después del encuentro de la lámina y muy cerca de ese mismo lugar, por cierto─. Tras unos segundos, vuelvo a andar ─y por tanto a pensar─, no sin antes girar mi cabeza una última vez hacia la lámina.

He llegado a mi humilde biblioteca en apenas pensamiento y medio. Me encuentro frente a esos pedazos de vida a los que a los que yo llamo libros. Cuando me vine a vivir aquí me los traje todos conmigo ─me costaba mucho dejarlos atrás─. Todos significan algo especial para mí y todos consiguen transportarme a un momento concreto de mi vida. "Peluso" me hace volver al colegio, cuando apenas contaba con seis años y pensaba que nunca "jamás de los jamases" leería un libro mejor que ese. "Invisibles" me lleva a esas mañanas frías, dentro del coche de Papá en las que esperábamos a que Mamá saliera del hospital. La edición de 1982 de "El Señor de los anillos" me devuelve a los catorce años cuando, tumbado en la cama de aquella habitación que compartía con mi hermano, devoré sus páginas. "Aquella casa maldita en Amityville" consiguió despertar mi curiosidad por el misterio y hacerme absolutamente dependiente de él. "Las cenizas de Ángela" me cautivó y consiguió que mi amor por Irlanda creciera aún más ─si cabe─. Entre las páginas de "La biblia de barro" encontré una historia que me atrapó; además descubrí que Papá ─al igual que yo─ también deja croquis dentro de los libros.

De camino a la cocina ─con intención de coger una cerveza─ pienso en escribir sobre todo esto. Me acerco al escritorio ─ya con la cerveza en la mano─ y, a medida que me voy frenando poco a poco, mis pensamientos dejan de estar caóticamente ordenados en mi cabeza para estar simplemente desordenados. Siento la tentación de volver a pasear un rato más por la casa, pero me fuerzo a mí mismo a no hacerlo y a ponerme a escribir. No sé qué tal habrá quedado; no lo he pensado mucho. No lo he andado mucho.

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