jueves, 22 de diciembre de 2016

El anonimato es bien

   Una de las cosas que más me gusta de vivir aquí es que nadie me conoce. El problema es que siempre se me olvida. A veces voy por la calle tan tranquilo y de repente me alarmo por creer ver a alguien conocido al que tengo que saludar ─o evitar saludar─.
─Mierda, ¿qué hace ese aquí? ─pienso.
Entonces me tranquilizo al darme cuenta de que ese hombre no es quien creo que es, que no soy de aquí y que nadie sabe quién soy. ¡Es maravilloso!

   Más allá de los del máster, los del gimnasio, las panaderas que me ven todos los días, el veterinario, el cartero y mi amiga Luz ─de la que ya hablaré un día de estos─ nadie de aquí me conoce. Allí era distinto. Allí, por cierto, es de donde vengo y de la que ya hablaré también otro día. Casi treinta años en la misma ciudad, y en el mismo barrio, hacía que cruzarse por la calle con alguien conocido fuera algo normal. Raro era el día que no me encontraba con un compañero del colegio, por ejemplo.

   Allí es una ciudad mediana ─en cuanto a extensión─ tirando a grande. Aquí es más bien mediana tirando a pequeña. Eso me encanta porque mantiene el equilibrio perfecto entre lo suficientemente pequeña como para que todo lo interesante esté muy cerca; y lo suficientemente extensa como para que la gente no se conozca entre sí. Yo jamás podría vivir en un pueblo. No soporto la idea de que todo el mundo sepa "de quien soy", a lo que me dedico o lo que hago con mi vida. Tampoco podría vivir en una ciudad grande ─y con grande me refiero a enorme─. Eso de que todo esté como de aquí a Mordor no va conmigo. Por eso me gusta aquí; es perfecta.

   Que aquí no me conozca nadie es genial. Puedo ponerme esos pantalones verdes tan horribles que tengo sin importarme una mierda quién me mire ─porque, total, usted no sabe quién soy y yo no sé quién es usted; así que siga caminando y déjeme con mis pantalones horteras─. Puedo montar en autobús sabiendo que no me encontraré con alguien conocido con el que tener que hablar por compromiso los veinte minutos ─eternos─ que dura el viaje. Puedo ir de un punto a otro de la ciudad con los cascos puestos sabiendo que nadie va a gritar mi nombre para saludarme. Aquí puedo salir a tomar algo sin miedo de cruzarme con esa persona tan indeseable a la que no puedo ni ver. Aquí, en definitiva, puedo hacer lo que me dé la gana. Digamos que aquí soy como un guiri; no conozco a nadie y voy feliz con cara de empanado a todas partes.

   Valoro mucho la intimidad que me da el anonimato. Se me nota, ¿verdad?

2 comentarios:

  1. Me he sentido muy identificada con lo de los pantalones. El anonimato tiene sus ventajas, desde luego. (Sin embargo, para mi, tiene un problema muy serio -y al que no se le presta demasiada atencion- y es la desafección.)

    Un abrazo desde mi ciudad de robots,
    P.

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    1. Entiendo perfectamente lo que dices de la desafección -sobre todo habiendo experimentado el anonimato perpetuo de vivir en Madrid-. Sé muy bien lo que puede llegar a hacerle a uno y en el autómata en el que te puede convertir. Por eso sé bien hasta dónde me gusta mi anonimato y dónde tengo que cortarlo.
      Abrazo grande, P.

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